sábado, 10 de octubre de 2009

Mc 10,17-30

Recibirá cien veces másEl seguimiento de Cristo no sólo nos promete la felicidad eterna junto a Dios en el cielo, sino también la felicidad en esta tierra.

El episodio del joven rico, que nos propone la liturgia hoy, suele entenderse como un llamado a optar entre el gozo pasajero que ofrecen las riquezas de esta tierra y la felicidad eterna. En realidad, la opción es entre ese efímero gozo y la felicidad verdadera que da Cristo también en esta tierra. La felicidad que da Cristo es grande en esta tierra y luego plena en el cielo.

Lo que ofrecen los bienes de este mundo no es la felicidad y, en todo caso, dura sólo el tiempo de esta vida.El joven rico era un judío observante. Cuando Jesús responde a su pregunta sobre el modo de alcanzar la vida eterna, diciendole: «Ya sabes los mandamientos: No mates, no cometas adulterio, no robes...», él le aseguró: «Maestro, todo eso lo he guardado desde mi juventud». Estaba entonces ya bien.Pero, dice el Evangelio que Jesús «lo amó». De pocas personas se puede decir eso. Lo dice el Evangelio del discípulo amado, de Lázaro y de sus hermanas Marta y María. De los demás, a quienes el Evangelio llama «los suyos», lo dice en general: «Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo» (Jn 13,1).

Porque amó a ese joven de manera particular, por eso Jesús quiere darle la felicidad plena, la que comienza en esta tierra y alcanza su plenitud en el cielo. Y para eso le faltaba sólo una cosa: «Una cosa te falta: anda, cuanto tienes véndelo y dáselo a los pobres y tendrás un tesoro en el cielo; luego, ven y sígueme». La reacción de ese joven seguirá causando profunda pena a todas las generaciones de cristianos: «Él, abatido por esas palabras, se marchó entristecido, porque tenía muchas posesiones». No es que él haya perdido la vida eterna –esto no lo sabemos, aunque alcanzarla le va a resultar más difícil que lo que cuesta a un camello pasar por el ojo de una aguja–; lo que sí sabemos es que perdió la felicidad en esta tierra: «Se fue entristecido». Las posesiones que ese joven tenía no podían darle la felicidad en esta tierra, porque la felicidad no está allí. Esas posesiones le daban tristeza e insatisfacción. Por eso, pregunta: «¿Qué más tengo que hacer?».Es un error pensar que para alcanzar la felicidad eterna hay que renunciar a ser feliz en esta tierra. ¡Es, justamente, al revés! Para alcanzar la felicidad eterna hay que empezar a gozar de ella aquí en la tierra.

Lo que es cierto es que la felicidad en esta tierra no la conceden las riquezas. La felicidad consiste precisamente en no dejarse esclavizar por ellas y estar libres para seguir a Cristo. Si las riquezas de este mundo pudieran proporcionar algún gozo, entonces, dejarlas por Cristo y por el Evangelio proporciona un gozo -en esta tierra– cien veces mayor. Es una declaración solemne de Cristo: «Yo les aseguro: nadie que haya dejado casa, hermanos, hermanas, madre, padre, hijos o hacienda por mí y por el Evangelio, quedará sin recibir el ciento por uno: ahora al presente, casas, hermanos, hermanas, madres, hijos y hacienda, con persecuciones; y en el mundo venidero, vida eterna».

En las persecuciones, allí estaría el detalle que empaña tanta bondad. ¡No! Las persecuciones sufridas por Cristo y por el Evangelio son la fuente mayor de felicidad en este mundo.Comprender esta enseñanza de Jesús hasta el punto de ponerla en práctica (lo otro no es verdadera comprensión), eso es la sabiduría. Pocos la poseen. Su valor es tan grande que el autor del Libro de la Sabiduría escribe: «Preferí la sabiduría a cetros y tronos, y, en su comparación, tuve en nada la riqueza... Todo el oro, a su lado, es un poco de arena y, junto a ella, la plata vale lo que el barro... Con ella me vinieron todos los bienes juntos, en sus manos había riquezas incontables» (Sab 7,7-11).

Este domingo el Santo Padre canoniza en Roma a cinco santos. Uno de ellos es el Padre Damián de Molokai. Él tenía muchas posibilidades de disfrutar de los bienes de este mundo. Pero eligió ir a la isla Molokai (Islas Hawai), donde se había reunido a todos los leprosos, para anunciarles a Cristo y ayudarlos a morir santamente. Fue feliz allí. Contrajo la lepra y de ella murió a los 49 años.

Él escribía a sus amigos: «Mi mayor dicha es servir al Señor en sus pobres hijos enfermos, repudiados por los otros hombres». Y, una vez contraída la lepra: «Estoy feliz y contento y, si me dieran a escoger la salida de este lugar a cambio de la salud, respondería sin dudarlo: Me quedo con mis leprosos». ¡Qué contraste con el joven rico! Si lo hemos entendido es que se nos ha concedido la sabiduría.

† Felipe Bacarreza RodríguezObispo de Santa María de Los Ángeles

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