lunes, 22 de marzo de 2010

HOMILIA QUINTO DOMINGO DE CUARESMA 2010


En la primavera de la Pascua flores nuevas tienen que florecer
Is. 43, 16-21; Sal. 125; Filp. 3, 8-14; Jn. 8, 1-11


Material Enviado por el Presbítero Padre Carmelo Hernándezs desde Tenerife España


El evangelio de Jesús nos pide unas actitudes nuevas que apuesten por la vida; apuestas que tienen que pasar por el amor y por el perdón. Es lo que contemplamos en Jesús; es la buena nueva que El nos anuncia y no sólo con su palabra sino con toda su vida. El camino hacia la Pascua que estamos recorriendo es un camino hacia la vida, porque el Señor quiere arrancarnos de nuestras muertes, de nuestro pecado; porque cuando lleguemos a celebrar la Pascua estaremos celebrando la victoria sobre la muerte en la resurrección del Señor.
Las páginas del evangelio están llenas de momentos en los que vemos esa apuesta en Jesús. Y todo eso se convierte en un interrogante muy fuerte dentro de nosotros que puede cuestionar muchas cosas que hacemos en la vida dejándonos algunas veces arrastrar, casi sin darnos cuenta, por lo que contemplamos en el ambiente que nos rodea y que están bien lejos de las actitudes y posturas que nos enseña Jesús que hemos de tomar en la vida. Y es que, aunque nos parezca que es lo contrario, damos la impresión de que nos es más fácil la muerte que la vida, nos es más fácil acusar y condenar que amar y perdonar. Cuántas señales de muerte se van introduciendo en nuestro mundo. Y tenemos el peligro de contagiarnos. Tenemos que cambiar el chips de la vida.
El evangelio que hoy hemos escuchado tiene un hermoso mensaje pero también es una denuncia muy fuerte. ‘Jesús desde el amanecer se presentó de nuevo en el templo y todo el pueblo acudía a él, y, sentándose, les enseñaba. Los escribas y los fariseos le traen una mujer sorprendida en adulterio y la colocan allí en medio’ a los pies de Jesús. tratan de comprometerlo para poder acusarlo. ‘La ley de Moisés manda apedrear a las adúlteras, tú, ¿qué dices?’
Es duro lo que escuchamos. Pero me cuestiono si la actitud de los fariseos que llevaron a la mujer adúltera ante Jesús acusándola y condenándola no estará muy lejos de muchas actitudes nuestras en las que también hacemos juicios de los demás y condenamos fácilmente a todo aquel que haya hecho lo que a nosotros nos parece mal. También nos cuesta perdonar y con qué facilidad condenamos a los otros.
Y esto pasa a todos los niveles, en la familia, entre amigos, entre vecinos, entre compañeros de trabajo, en el ámbito de la vida social y política… actitudes y posturas negativas en nuestra relación con los otros que se nos meten a todos incluso a los que estamos dentro de la Iglesia y nos llamamos creyentes y seguidores de Jesús.
Es necesario escuchar más en la voz de la Iglesia ese anuncio de misericordia y compasión para todo pecador sea quien sea y sea cual sea su pecado. La Iglesia tiene que ser siempre el rostro misericordioso de Dios. Hay situaciones duras y difíciles donde es tan importante tener ese rayo de luz y de esperanza que brota de la misericordia de Dios.
Hemos de reconocer que nos dejamos influenciar por las actitudes inmisericordes que afloran en el mundo que nos rodea. En una sociedad en medio de la cual vivimos donde la misericordia, la comprensión y el perdón no brillan de ninguna manera, nosotros, en lugar de ser evangelizadores de ese mundo, caemos en sus redes para hacer lo mismo que ellos y hasta nos parece lo más natural. ¿No es misión nuestra como cristianos anunciar y trasmitir los valores evangélicos del amor, la misericordia y el perdón? Condenemos el pecado y el mal, pero no olvidemos que tenemos que salvar al pecador. Cristo lo que quiere es transformar el corazón del hombre.
Cuando los fariseos se presentan a Jesús y le exigen una respuesta, ya sabemos cómo actúa Jesús. ‘Como insistían en preguntarle, se incorporó – antes se había inclinado y se había puesto a escribir en el suelo – y les dijo: El que esté sin pecado que tire la primera piedra’. ¿Cómo nos atrevemos a condenar si nuestro corazón está también lleno de pecado? Puede ser grande el pecado de adulterio de aquella mujer, pero no lo es menos el odio que dejamos meter en el corazón, la discriminación y el desprecio que podamos sentir por los otros, la prepotencia de creerme superior y mejor que los demás. ‘El que esté sin pecado que tire la primera piedra’.
¿Habremos experimentado de verdad en nosotros lo que es ser perdonado para que seamos capaces, hayamos aprendido a ser generosos para perdonar también nosotros a los demás? Es importante lo que vivamos en nuestro propio corazón. Si somos humildes para reconocer también nuestros fallos, nuestros errores, nuestras caídas y pecados, sentiremos también el gozo del perdón recibido. ¿No nos enseñará eso a ser también nosotros misericordiosos con los demás?
Jesús, sacramento del amor de Dios, libera de la muerte al pecador perdonándolo. Perdón que nace de la gratuidad del amor de Dios y que nos muestra la grandeza del corazón de Dios. Es lo que tenemos que aprender, esa gratuidad y esa generosidad de nuestro corazón porque además eso nos hace mejores, nos pone en camino de vivir esa nueva creación que Cristo quiere realizar en nosotros, ese hombre nuevo que quiere que nosotros seamos.
Cuando experimentamos lo nuevo que Dios crea en nosotros desde su amor y su perdón se abren ante nosotros nuevos caminos llenos de vida y de luz. Recordemos lo que nos decía el profeta en la primera lectura: ‘No recordéis lo de antaño, no penséis en lo antiguo; mirad que realizo algo nuevo; ya está brotando, ¿no lo notáis? Abriré un camino por el desierto, ríos en el yermo…’ Quiere el Señor hacer que los desiertos de nuestra vida ya no sean desiertos porque florezcan flores de vida en nosotros prometedores de hermosos frutos. Son esas nuevas actitudes de vida que tienen que ir floreciendo en nosotros. Nunca ya el juicio ni la condena. Para siempre ya la generosidad, el perdón, el amor, la concordia, la paz, la dicha para todos. Son las flores que tienen que florecer en la primavera de esta Pascua que vamos a celebrar.
Cuando hemos pasado en la vida por esos momentos difíciles donde quizá vimos la negrura de nuestra maldad y nuestro pecado, pero donde no nos ha faltado la experiencia enriquecedora del amor de Dios, nos sentimos en verdad transformados, fortalecidos para emprender ese camino nuevo que nos conduzca a la santidad. Si ‘el Señor ha estado grande con nosotros’ como decíamos en el salmo, claro que nos llenamos de alegría y nuestra vida ya va a ser distinta para siempre.
¿Cómo se sentiría aquella mujer cuando Jesús le dice ‘yo tampoco te condeno, vete y no peques más’?